Carmen Grau, lectora, viajera, escritora y mamá independiente.

jueves, 16 de junio de 2016

Por qué no me parece mala la religión

Un amigo mío predice que dentro de cien años ya no existirá la religión, que será uno de esos temas de los que nuestros descendientes hablarán con espanto e incredulidad; así: «No hace tanto, en el siglo XXI, aún se mataban en nombre de un personaje ficticio llamado Dios, Jehová o Alá». Yo no lo creo: si tenemos religión desde hace milenios es por algo y no va a desaparecer tan fácilmente. Tampoco estoy de acuerdo con otra opinión bastante generalizada: que la religión es el origen de todos los males y que sin ella la sociedad en conjunto se beneficiaría.

Lo terrible es el fanatismo y extremismo religiosos. De eso sí que debemos desprendernos en cuanto antes, atacando de raíz: desde la educación. Eso sí que es una enfermedad mental, aunque no se nace con ella; es totalmente aprendida. Según la asociación de psicólogos estadounidenses (American Psychological Association ‒ APA), desde hace un par de años la creencia apasionada en una fuerza superior hasta el punto en que entorpece la habilidad para tomar decisiones sobre cuestiones de sentido común se considera una enfermedad mental. De acuerdo con esta definición, muchos han afirmado que la religión es una enfermedad mental.

Según mi amigo —y muchos otros— creer en un dios todopoderoso es algo que va contra toda lógica y pensamiento crítico. Estoy de acuerdo. Además yo soy atea. Pero me resisto a aceptar todavía que la religión es una enfermedad mental. O que las personas religiosas son enfermas mentales. Aunque también estoy dispuesta a aceptar que sí lo son, si aceptamos también que todos en mayor o menor grado estamos un poco tocados de la chaveta.

La verdad es que conozco a poquísimas personas que sean totalmente libres de algún tipo de religiosidad. Ahora mismo solo se me ocurren tres, aparte de mí. Ninguna mujer, por cierto. Según mi experiencia, las mujeres tienden a ser más espirituales que los hombres, aunque conozco también a muchos hombres que lo son. Hablo de otras creencias, tan espirituales y tan de moda hoy en día, que a mí me suenan tanto o tan poco razonables como la fe cristiana, musulmana o budista. Hablo de la gente que cree que el universo conspira para que le vayan bien o mal las cosas. Y cuando me dicen que creen fervorosamente en esta teoría, la de la ley de la atracción, respondo que yo también la creo, por supuesto, porque la he comprobado en mis propias carnes, con un solo matiz: no es el universo, no son los demás, no es Dios ni tu ángel de la guarda, ni una fuerza espiritual; eres tú mismo, como individuo que toma la decisión de realizar algo quien toma los pasos necesarios para conseguirlo. El entorno influye, por descontado, pues no vivimos en una burbuja y todas nuestras acciones repercuten en los demás y tienen consecuencias.


Parece ser que la delegación de responsabilidad es algo muy humano. No podemos con todo, así que le damos a alguien más grande el papel de haber creado la naturaleza y lo que vamos alcanzando el conjunto de la humanidad.

Yo creo en mí misma y en muchas otras personas (todas de carne y hueso). No creo en nadie superior a mí, pero sí admiro a infinidad de personas de las que aprendo constantemente, algunas mayores que yo, otras muchísimo más jóvenes y —en teoría— con menos experiencia, pero entiendo que no todo el mundo sea así. Para algunas personas creer en sí mismas es demasiado abrumador y necesitan delegar esa responsabilidad a un ser o una fuerza superior.

La religión es un tema que surge a menudo en las conversaciones que mantengo con la gente, y no hace falta que sean amigos; es como hablar del tiempo: enseguida sale. Creo que la culpa es mía, pues no soy muy dada a hablar de trivialidades con tal de hablar de algo. Por eso, cada vez que conozco a alguien nuevo, que es a menudo, hablamos de temas interesantes, y la religión es uno de ellos. Yo siempre digo que soy atea gracias a la iglesia católica, pues me quisieron meter la fe por un tubo y ya de pequeña vi que eso no se aguantaba por ningún lado. Aun así, no vi la luz hasta los doce años. Ahora escucho a mis hijos razonar sobre todo eso y me admira su inteligencia y que hayan tardado tan pocos años en pensar de manera crítica y lógica. Pero es que a ellos nadie les dijo, sin admitir réplica, que Dios existe y también el cielo y el infierno, adonde irán a parar dependiendo de si son buenos o malos. Y me sorprende, nunca deja de sorprenderme, esa gente que admite haberse educado también en la fe católica y proceden a contarme los horrores a los que los sometieron para concluir que aun así creen en Dios, pero son agnósticos, es decir que tienen su relación personal y privada con el creador. De hecho, conozco a muy pocos ateos como mi amigo, el que cree que esto se acaba, y como yo y un par más que nos creemos que no necesitamos depender en alguien superior.

Otro amigo me comentó hace un par de días que está habiendo un resurgimiento de cristianismo en Australia. Pues que Dios nos coja confesados, digo yo. No me gusta, no me gusta porque en el parque un día un niño se puso a hablar de Dios y cuando uno de mis hijos le contestó que él no creía en el todopoderoso, el otro le dijo: «Pues eres estúpido». Mis hijos no son estúpidos pero sí muy sensibles y a mí no me han oído jamás decir que alguien es estúpido porque no comparte mis creencias, ya sean sobre religión, educación, política o el color rosa. La cosa terminó así: «Mamá, vámonos, y no quiero volver a jugar nunca más con niños que van al colegio. Esperaremos a que se terminen las vacaciones para que no puedan ir al parque».

Una de las grandes sorpresas que me llevé durante mi primer año en Australia, hace ya mil años, fue descubrir un folleto religioso sujeto con un imán en la nevera de una chica un par de años menor que yo. Me sorprendió tanto que le pregunté qué era eso. Me explicó que sus padres la habían criado sin religión, como si Dios estuviera ahí en el trasfondo pero incluir la religión a todas las otras tareas de la escuela y la vida requiriera un esfuerzo demasiado grande, y total para qué, en ningún trabajo se la iban a pedir. Así que fue ella misma, a los veintitantos años, quien decidió suplir esa carencia y ahora iba a misa todos los domingos y se había convertido en mejor persona, algo que repercutía positivamente en la relación con su marido y sus hijos, todavía pequeños. Me quedé de piedra y recuerdo que pensé: ¿Por qué alguien que ha tenido la suerte de ahorrarse el adoctrinamiento religioso en la infancia, va y lo busca de adulta? Más tarde leí sobre casos similares. Recuerdo, por ejemplo, una novela de Rohinton Mistry en la que el protagonista, criado sin religión, decide adoptar una y emplea un largo tiempo en visitar iglesias y templos para aprender sobre todas ellas antes de decidirse por una.

Ahora ya no me sorprende que la religión o la espiritualidad sea necesaria porque ya tengo muy claro que para la mayoría de gente tomar decisiones sobre su propio destino supone un esfuerzo demasiado grande. Reconozco que a mí también me pasa: a veces tomar una decisión sobre algo es superior a mí, no me decanto por una opción u otra, y por fin me digo: lo dejo al azar y a ver qué pasa, aunque un amigo me dijo que no hacer nada, dejarlo reposar, también es tomar una decisión.

Otra cosa que me sorprendió de esa madre joven que acababa de abrazar la religión por primera vez en su vida fue que esa afición era algo suyo en lo que el resto de la familia no participaba, como si fuera una clase de yoga o bricolaje. Vamos, que no parecía querer imponerlo a nadie más, ni siquiera hablaba sobre ello. Ese es el tipo de persona religiosa que me ha interesado durante años y en la que me basé para crear el personaje de María en mi novela Nunca dejes de bailar. He conocido a otras. En especial recuerdo a una, una señora de unos sesenta años que me pareció una bellísima persona, llena de vida y alegría. Durante el breve tiempo que la traté jamás me mencionó a Dios. Fue en la época en que vivía en Singapur y ella estaba allí de visita. Cuando se hubo marchado, su hija me contó que en su familia habían sido siete hermanos, pero ya solo quedaban cuatro porque cuando ella era adolescente habían sufrido un terrible accidente de tráfico en la furgoneta en la que viajaba toda la familia, los nueve miembros que eran, y en el que murieron el padre y tres de los hijos. Mi pensamiento cuando escuché ese relato fue para la madre: no podía creerme que una persona tan alegre, amable y optimista hubiera pasado por eso, y le pregunté a su hija cómo era posible. Esto fue lo que me contestó: «Mi madre es una persona muy religiosa. Es la fe en Dios lo que la hizo seguir adelante». Ni siquiera visitó jamás a un psicólogo. La creencia en algo que a mí me parece inventado le proporcionó la fortaleza para centrarse en lo que le quedaba aquí. He conocido a otras madres que han perdido a sus hijos, algunos muy pequeños, y es el amor a Dios lo que las ayuda a continuar adelante. Pues solo por eso, digo yo que la religión es buena. Y más barata que el psicólogo, las drogas o el alcohol.

No volví a verla más pero siempre he recordado a esa señora extraordinaria y he conocido a otras mujeres profundamente religiosas que sin embargo llevan su fe de forma privada. En cambio, la gente que a la más mínima saca el tema del universo conspirador ¿no se pasan un poco pregonando su religión?

martes, 19 de abril de 2016

Método infalible para que los niños hablen inglés

Mis hijos nacieron en Australia y todo apuntaba a que pasarían su infancia en este país. En sus primeros años no fue así, pues vivimos en otros lugares y pasamos largas temporadas también en España. De todos modos, han estado la gran parte de sus aún cortas vidas inmersos en la cultura de un país en el que no existe una lengua oficial pero casi el 80% de la población es monolingüe en inglés.

A los que nos hemos criado bilingües y hablamos varias lenguas nos parece extrañísimo que existan personas monolingües. Es como si les faltara un brazo o una pierna: hay ciertas cosas que no pueden hacer. Por ejemplo, en un mundo tan globalizado como el de hoy, de repente se quedan callados cuando en la mesa donde se han reunido a comer con varios amigos, coinciden tres multilingües que se ponen a hablar en tres idiomas a la vez.

Yo paso de una lengua a otra de manera constante a lo largo del día. Es algo que he hecho desde siempre y me parece natural; además, según todos los estudios, es buenísimo para la mente, tanto la de los niños, que se desarrolla de manera más flexible para aprender otras habilidades como las matemáticas, como la de los adultos, que les fuerza a seguir ejercitándose y detener el desarrollo de enfermedades degenerativas como el Alzheimer.

Dado que soy multilingüe y he tenido siempre a mi disposición la posibilidad de pasarles esta herencia a mis hijos, quise desde antes de que nacieran que ellos también fueran de entrada bilingües. Ya había estudiado años atrás el proceso de la adquisición de lenguas en los niños, incluso empecé un máster en pedagogía bilingüe en Estados Unidos (no lo terminé) y trabajé con niños hispanos que llegaban al colegio sin apenas hablar nada de inglés. Pero al tener a los míos propios y observar cómo tantas otras madres de España, Alemania, Perú, Chile, Japón, Singapur, Indonesia (se me olvidará alguno) se habían emparejado con australianos y sus hijos ya solo hablaban inglés, quise investigar un poco más por qué tantas madres no conseguían pasar su lengua —por algo se le llama «la lengua madre»— a sus hijos. Después de hablar con algunas, llegué a temer que a mí también me pasara eso: que los niños se negaran a hablar la lengua minoritaria que yo escogiera para comunicarme con ellos.


Aclaro que eso es lo que hubiera hecho en cualquier lugar del mundo: optar por la lengua minoritaria para que mis hijos no hablaran solo la dominante. He oído decir a más de una persona que no sería capaz de comunicarse con sus hijos en otra lengua que no fuera la propia con la que se crio, la nativa. Las personas que opinan así no son bilingües o multilingües, o su lengua nativa domina sobre la otra u otras. Pero los que pasamos de una lengua a otra con tanta facilidad no tenemos esa lealtad a la lengua nativa y podemos optar por olvidarla y hablar la lengua adquirida más tarde con nuestros hijos, como en efecto han hecho tantas madres y padres que he conocido aquí. Yo siempre había pensado que si hubiéramos vivido en Barcelona, les habría hablado en inglés, sin importar cuál hubiera sido el idioma del padre. Y de esta manera tan fácil y barata habrían crecido hablando tres idiomas a la vez: inglés, catalán y castellano.

Cuando nació mi primer hijo, hace casi diez años, caí en la trampa de creer que iba a cambiar mi estilo de vida de manera que no podría viajar como había hecho hasta entonces. Entre otras cosas, pensé que ya no podría permitirme ir a Barcelona al menos una vez al año o año y medio. Por esa razón, me decanté por escoger el español como lengua minoritaria para comunicarme con él. No dejé de moverme; uno de los viajes más memorables y entrañables de esos tiempos fue a Japón yo sola con mi hijo de un año y embarazada del segundo. Y continuamos visitando Barcelona periódicamente. Entonces pensé que debería haber escogido el catalán. Sí, me arrepentí porque me di cuenta de que el castellano lo habrían aprendido de manera más fácil a partir de saber ya catalán. Ahora son bilingües en inglés y español, y cuando van a Barcelona «pillan» el catalán con mucha facilidad, pero en cuanto nos vamos lo olvidan, porque no lo usan. Desde que nacieron le pedí a mi madre que les hablara en catalán como al resto de sus nietos, pero a diferencia de mí, ella es comodona cuando se trata de la lengua: sigue la corriente de lo que se habla, mientras que yo, rebelde, me empeño en hablar la que menos se habla. Así que, como yo les hablo en castellano, ella también.

Ahora que tienen ocho y casi diez años, es evidente que su primera lengua, con la que se sienten más a gusto, es el inglés. Su vocabulario es más amplio pues prefieren leer en inglés y ver películas en inglés y escribir en inglés. Alex dice que «el inglés es más guai». Conmigo siguen hablando en español y también entre ellos cuando están solos o conmigo, pero cada vez más a menudo me dicen palabras y hasta frases enteras en inglés, o me preguntan: «¿Cómo se decía en español?»

Yo jamás les he exigido que me hablen en la lengua que he escogido. Es más, obligar a que se comuniquen en una lengua específica es una de las razones por las que los niños la pierden: se rebelan contra ella. La otra causa es no hablar siempre, sin excepción, la lengua objetivo. Eso es lo que me he limitado a hacer: hablarles siempre en español, en todas las situaciones y sin pudor. Lo recalco porque lo que he observado en las madres (y padres en menor medida) que se quejan de que sus hijos no quieren hablar su lengua es que ellas han sido las primeras en desdeñar esa lengua en situaciones sociales para no quedar mal con otras personas. Yo no: siempre he puesto a mis hijos por delante de otras personas, como debe ser, así que les hablo siempre en español. Si hay más gente involucrada, lo repito todo en inglés: no me importa el trabajo extra, aunque ahora a veces son los niños los que traducen por mí.

Cuando eran pequeños mucha gente me preguntaba si les estaba enseñando español. Era una pregunta siempre sorprendente. Yo contestaba: «No es necesario enseñarles. Les hablo en español, y ellos también lo hacen. Así de fácil». A medida que pasaban los años y los niños no se rebelaban contra la lengua madre, la gente me preguntaba cómo lo conseguía. Algunos me dijeron: «Claro, como no van al colegio y están siempre contigo…». No, no es eso. Eso es como afirmar que no se socializan por el hecho de no ir al colegio. Ya lo he dicho muchas veces pero no me importa repetirlo: precisamente por el hecho de no tener que ir al colegio o al trabajo de nueve a cinco, tanto mis hijos como yo nos relacionamos con más infinidad de gente que los que siguen una rutina y tienen que tratar con las mismas personas día tras día. Que los niños hablen y mantengan una lengua minoritaria es fácil y se puede conseguir sin obligar ni prohibir nada.

El título de este artículo es «Método infalible para que los niños hablen inglés» y, aunque no lo parezca, es en eso en lo que me quiero centrar, a pesar de que en mi caso no es mérito alguno que mis niños dominen el inglés. Sin embargo, creo que sí me merezco todo el mérito de que hablen español y tengan una facilidad asombrosa para aprender otras lenguas y, como he dicho, otras habilidades como las matemáticas. Por cierto, voy a expresar una opinión que hace tiempo que deseo gritar a los cuatro vientos: las matemáticas están chupadas, solo hay que pillarles el truquillo; la lengua, en cambio, es infinitamente más difícil, por la sencilla razón de que no es cuadriculada.

Me atrevo a hablar de este método infalible porque llevo treinta años estudiando la lengua inglesa con pasión y sin descanso. Durante muchos años di clases de inglés en Barcelona y Perth y, modestia aparte, todos los alumnos que he tenido me adoraban; con algunos he conservado la amistad durante años hasta hoy. Solo recuerdo una madre que no estuvo satisfecha con mi manera de enseñar a su hijo, al que daba clases particulares de todo (después de haberse pasado el día entero en el colegio, ¡pobre niño!). La madre me dijo que yo «no le imponía disciplina» y que solo hablábamos y jugábamos pero no parecía que el niño estuviera aprendiendo nada conmigo. No me despidió; fui yo quien se excusó: «Me voy a coger un tren hacia tierra austral», pero ella me preguntó si conocía a alguien que me pudiera sustituir, «un chico mejor, que será más estricto que tú». El niño tenía once años y tengo la esperanza, como con todos mis alumnos, de haberle inspirado algo. Ahora jamás me aventuraría a educar a otros niños que no sean los míos, no por ellos sino por tener que tratar con madres y padres que aún están anclados a la idea de que para aprender hay que sufrir.

Este método es ideal para poner en práctica desde el mismo nacimiento del niño, aunque nunca es tarde. Partiendo de la base que el niño en cuestión nace en España, digamos que en Madrid, lo mejor sería que uno de los dos padres escogiera el inglés para comunicarse con su hijo. Si el progenitor es nativo de esa lengua tiene ya mucho ganado, no solo porque le puede resultar más natural, sino porque no tendrá que enfrentarse a la incomprensión social. Un español que se decante por este método, en cambio, tendrá que ataviarse con el chubasquero para que la crítica social que caerá sobre él le resbale con más facilidad. Si resulta que ninguno de los padres se ve capaz de asumir ese papel, ya sea porque no dominan suficiente el inglés o por no sentirse capaces de mantener esa responsabilidad de por vida, lo siguiente mejor es contratar a una persona cuidadora de los niños que les hable solo en inglés. Un au-pair sería lo ideal. No sé si a España todavía van au-pairs como antes era popular; aquí sí, y resulta un arreglo conveniente para las dos partes. Algunos padres me han dicho que no todos se lo pueden permitir. Bueno, yo discrepo, porque luego veo que matriculan a sus hijos en clases de inglés extracurriculares. Eso es tirar el dinero, igual que recibir clases de inglés en el colegio. Pero si no pueden o no quieren tener a un au-pair, pueden contratar a alguien aunque sea solo uno o dos días a la semana; lo importante es que hablen solo en inglés y siempre: que jueguen con ellos en inglés, que les lean en inglés, que miren películas y dibujos animados en inglés.

Y eso es todo lo que hay que hacer para que los niños hablen inglés, así de fácil. Sobre todo: no gastarse el dinero en clases particulares ni meterlos en una academia; eso es como llevarlos un mes a Inglaterra con un grupo de cincuenta niños más: divertido, pero es más probable que el profesor acabe hablando español que los niños en inglés.

Si yo sola he conseguido que mis hijos hablen español en un mundo dominado por el inglés, cualquier madre o padre puede conseguir que sus hijos hablen el inglés, sin inmersión, sin clases particulares… sencillamente hablando y jugando.
 

viernes, 18 de marzo de 2016

Ser mujer en el siglo XXI

Cuando me dispongo a escribir este artículo, han pasado solo unos días desde que se celebrara un año más el Día Internacional de la Mujer. Me llama mucho la atención que en los últimos años haya tenido tanta repercusión este día, al menos en las redes sociales, y que se felicite a las mujeres de manera similar al Día de la Madre o de San Valentín. Hace una década o dos pasaba menos desapercibido.
Yo no tuve constancia de esta fecha hasta el año 2000. En tal día me encontraba en Camboya, donde el Día de la Mujer es festivo. Había ido a la playa con Mark, mi compañero de viaje, y nos sorprendió encontrarla llena de niños rebosantes de alegría por tener fiesta de colegio. Sin haberme visto nunca antes, se acercaron a mí para tocarme la ropa y regalarme flores, como si el motivo de la celebración fuera gracias a mí, por el mero hecho de ser mujer. Mark me invitó a cenar para celebrar «mi día» y anduve toda la jornada con la sensación de que era mi cumpleaños, así que ese año tuve dos en el mismo mes.
No me preocupé por averiguar si a los niños camboyanos les explican el significado de tal fecha, aunque imagino que al menos algunos son curiosos e inquisitivos como lo era yo de niña (y sigo siendo, por supuesto) y deben de preguntar como mínimo por qué hay un día para la mujer y no uno para el hombre. Esa es la razón principal por la que me parece positivo celebrar el Día de la Mujer: para que los niños sean conscientes desde temprana edad de la necesidad de seguir pugnando por el cambio y el camino hacia un mundo más justo entre hombres y mujeres.
Resulta que el Día Internacional del Hombre sí existe; es el 19 de noviembre. Yo hace años que lo sé y me pregunto por qué no lo sabe todo el mundo y sobre todo esos hombres que se quejan de que ellos no tienen su día. Me recuerdan a mí cuando de pequeña un Día de la Madre le pregunté a la mía cuándo era mi día, ¡el de la niña! (me contestó que el 6 de enero…) Antes de lamentarse públicamente en las redes sociales, podrían hacer una búsqueda en Google que no les llevaría más de dos segundos para tener la confirmación de que en el Día del Hombre se busca promover más o menos lo mismo que en el de la mujer: la igualdad entre los géneros, con la variante de que se celebran los logros y contribuciones de los varones hacia la sociedad, la familia, el matrimonio y el cuidado de los niños.
Supongo que los que se quejan son machistas. Los hombres feministas no se quejan y reconocen la necesidad de hacer ruido cada 8 de marzo y cada día del año, porque las estadísticas siguen siendo espeluznantes. Lo más alarmante es la violencia de género, pero lo que a mí no me entra en la cabeza es que las mujeres reciban un salario menor por realizar el mismo trabajo que los hombres.
La primera vez que supe que esto es así y es perfectamente legal fue cuando a los diecisiete años le conseguí un trabajo a mi hermano en una tienda de motos. Yo ya trabajaba para la dueña, cuidando de su hijo de tres años más de lo que lo hacía ella. Era un niño falto de cariño, tildado de desobediente y «malo»; ese trabajo me marcó e influenció mi manera de ver la maternidad, aunque eso es otra historia. La cuestión es que cuando la madre me preguntó si tenía alguna amiga que pudiera trabajar en la tienda, le contesté que no pero que mi hermano acababa de llegar de la mili, buscaba trabajo y era un apasionado de las motos: sería ideal para el puesto. Su respuesta me dejó atónita: «Prefiero una chica para poder pagarle menos».
Esa mujer era una víbora. Cuando se lo comuniqué a mi hermano, me dijo que el dinero no le importaba y al final la víbora accedió a contratarlo. A mí me pagaba una miseria por cuidar de su hijo cinco o seis horas diarias (en teoría eran tres pero la teoría nunca coincidía con la práctica) y al cabo de siete u ocho meses insistiendo en que me subiera el sueldo (cada mes me respondía que sí, pero no lo hacía) decidí que no me compensaba sacrificar tantas horas que podía dedicar a mis estudios para recibir solo veintidós mil pesetas al mes. La víbora aceptó mi dimisión con buen talante, pero se vengó al día siguiente despidiendo a mi hermano.


Las mujeres que trabajan fuera de casa, o que tienen un trabajo aparte de las tareas de casa y cuidar a los niños, no se libran de lo primero; simplemente, acumulan más tareas a su ajetreada vida. No es así en todos los casos. De hecho, conozco a un puñado de padres que trabajan y se ocupan de la casa y de los niños más que sus compañeras. Pero siguen siendo una minoría, y en mi caso nunca ha sido así. Yo pertenezco a ese grupo de mujeres idiotas que se creen que lo pueden hacer todo y trabajan más que nadie. De pequeña había oído a mi madre comentar eso sobre mí: que era muy trabajadora. Lo decía con admiración, a sus amigas, pero una vez que la oí me sentí tonta y pensé que debía dejar de ser tan aplicada. Mi madre decía que yo estudiaba con mucho tesón preparándome a conciencia y con tiempo, y admiraba eso porque ella, de estudiante, era de las que empollaba la noche antes y se sacaba el examen de griego con excelente y sin gran esfuerzo. Como siempre la he admirado, pensé que yo también quería ser así de inteligente y no tan hormiguita trabajadora.
Sin embargo, han pasado muchos años y me temo que poco he cambiado en ese aspecto: sigo siendo más trabajadora que inteligente. Las mujeres inteligentes son las que deciden cuidar de la casa, de los niños y del marido, o se dedican a su carrera y no tienen hijos. Yo siempre quise tener hijos y carrera; lo que no tenía claro era lo del marido, porque los que se implican lo debidamente necesario escasean: no hay para todas.
Sin embargo, creo que en los últimos cinco años algo he ganado en inteligencia. Algunas cosas han cambiado desde que hace un año y ocho meses publicara mi artículo Sí, yo también trabajo. Lo más destacado es que ahora soy propietaria de mi casa y que el padre de mis hijos hace más de medio año que no me da nada para su manutención. Es decir, que ni mis hijos ni yo dependemos absolutamente para nada de mi exmarido ni de ningún hombre, a pesar de que por ley no debería ser así. Para mí esto es importantísimo; me da una sensación de libertad grandiosa, aunque espero que la situación no sea permanente, pues si tienen un padre no veo por qué tengo que mantener a los niños yo sola.
Dentro de unos días cumplo años. El otro día lo comentaba con mi amiga Rosa, a la que conozco desde que teníamos catorce, y este año ya contamos con ¡cuarenta y cinco! Y quién me iba a decir que de los cuarenta a los cuarenta y cinco iba a ligar yo tanto. Y además sin querer. Me separé hace justo cinco años, en febrero. En marzo, para mi cumpleaños, di una gran fiesta. Celebraba mucho más que haber completado otra década. Me aferré a ese dicho popular como excusa para pasar página: la vida empieza a los cuarenta. Incluso anuncié que se trataba de mi crisis de la mediana edad; era el momento de pasar por ella y cambiar mi vida. Lo cierto es que un par de acontecimientos me empujaron a decir que hasta aquí hemos llegado. Uno de ellos fue la enfermedad de mi madre, que me hizo reflexionar sobre su vida y sobre la mía. Tarde, pero por fin tomé la decisión certera de que el matrimonio no es para mí, nunca lo fue. Según mis observaciones, hay infinidad de mujeres como yo, que prefieren vivir sin un hombre.
Una de las sorpresas que me llevé al dar ese paso fue la cantidad de mujeres que me felicitaron y confesaron en secreto que no eran felices con su pareja pero no se atrevían a romper la relación por miedo a perder a sus hijos. Otra sorpresa fue descubrir que otras mujeres supuestamente felices en su matrimonio consideran a las separadas una amenaza. Una de ellas me dijo que para que un matrimonio funcione hay que tener al hombre controlado, como a los niños. Ah, por eso a mí no me funciona: porque no soporto que me controlen y mucho menos busco controlar a nadie.
Me fijo en las que están solas y son mayores que yo. Viudas o separadas, con los hijos ya más o menos emancipados, disfrutan de una autonomía feliz que es imposible no ver. Están por todas partes. Es fácil distinguirlas porque viajan solas y sonríen. Son tantas que se reconocen entre ellas y aun sin conocerse se saludan con ligeros movimientos de la cabeza. Yo las veo y pienso: de mayor quiero seguir siendo como ellas.
Y me pregunto si a los cincuenta, sesenta o setenta años estas mujeres siguen atrayendo a los hombres. Sin haberlo experimentado todavía de primera mano, estoy segura de que sí. Si yo, a los cuarenta años y con dos niños pequeños junto a mí a todas horas, me los tenía que quitar prácticamente de encima, estoy segura de que existen hombres que admiran la autonomía, autoestima y confianza en una mujer madura. Aunque parezca paradójico, les atrae el hecho de que las mujeres no los necesiten para nada más que para dar y recibir amor (y/o sexo). Yo las encuentro hermosísimas.
Y lo mejor es que con esta actitud una atrae a hombres feministas, por fin, o al menos que creen serlo: hombres que en teoría ven la necesidad de apostar por la igualdad de oportunidades para hombres y mujeres. Y digo «en teoría» porque en la práctica incluso esos tienen a una madre detrás que insiste en hacerles la comida o lavarles la ropa, sobre todo si el hijo, aunque ya mayor, está desemparejado. Y es que vivimos en una sociedad machista y todavía queda mucho por hacer. Yo vivo sola (con mis niños) y no tengo a ningún hombre preocupado porque no voy a ser capaz de hacer un agujero en la pared. ¿Por qué? Porque soy feminista y los que me conocen saben que si necesito ayuda, la pediré, pero lo más probable es que no lo haga porque para hacer agujeros en las paredes no se aconseja usar un pene, que los haría demasiado grandes. Pero hay hombres que van de feministas y no ofrecen ninguna resistencia a sus madres machistas. La mayoría de las veces me parece que lo hacen por no herir los sentimientos de su madre y por eso avanzamos tan lentamente.

Los causantes de la desigualdad de género son tanto hombres como mujeres. El sexismo es cosa de todos, como el racismo. No es algo que tengamos que solucionar las mujeres solas porque resulta que muchas de nosotras somos machistas. Es el deber de los hombres luchar también por conseguir un mundo más igualitario. Y no hay suficientes hombres feministas; se necesitan muchos más.
Personalmente, no tengo amigos machistas. Todos son feministas, y si no lo son, lo disimulan bien y saben lo que no deben hacer o decir. Sin embargo, tengo amigas machistas que no vigilan sus palabras o comportamientos. Hacen comentarios que me entristecen siempre, y me sorprenden. A una de ellas se le pinchó un día una rueda del coche, y su lamento fue: «¿Ves? Por eso necesito un novio. Tengo que encontrarme uno ya mismo». Su hija de siete años y yo intercambiamos una mirada, pero para qué discutir: hay mujeres que de veras ven la necesidad de tener a un hombre por razones como esta. Sin embargo, un hombre se lo tiene que pensar dos veces antes de afirmar en público que necesita a una novia para que le lave la ropa o le haga la comida. Tengo otra amiga, diez años menor que yo, que insiste en lavar los platos de un amigo común cuando vamos a su casa y que llama «zorras» a las mujeres promiscuas; a los hombres promiscuos no les da calificativo, porque según ella, todos son así, ya se sabe, pero nosotras no.

Cuando me quedé embarazada por primera vez tuve la corazonada de que era una niña. Fantaseé con educarla para ser guerrera, como yo; es decir, para que se valiera por sí misma y jamás pensara en un hombre como en alguien que la protegería o de quien dependería, sino en alguien con quien compartir los placeres de la vida y en quien buscar apoyo y compañerismo a partes iguales. Decidí averiguar el sexo de mi bebé antes de que naciera, y menos mal que lo hice porque la sorpresa que me habría llevado el día del parto habría sido de pasmo. A mi marido le hizo una ilusión descomunal que nuestro primer hijo fuera un varón; jamás olvidaré su alegría frente a mi boca abierta y mi pregunta escéptica al doctor: «Está seguro?» Me repuse pronto y la verdad es que me hizo ilusión saber algo más de ese bebé. Estábamos en Barcelona de visita, y se lo comunicamos a todos los amigos y familiares. Mi padre expresó una alegría parecida a la de mi marido, pues ese sería su primer nieto varón. Yo, como mujer, sentí que perdía una batalla, aunque uno de mis mejores amigos me dijo: «Te pega tener un niño; va con tu personalidad». Nunca supe exactamente a qué se refería con eso y además me daba miedo preguntárselo. Después de que llegara mi segundo varón, recuerdo un día en que debí de sentirme especialmente agobiada de trabajo y responsabilidad quejarme a mi madre de que me sentía como la chacha de tres hombres.
Mi marido no quiso tener más hijos. Yo habría tenido dos más: si hubiera podido escoger, habrían sido dos niñas gemelas. Después de separarme me planteé tener otro hijo, ¿quizá una niña por fin? Si no lo he hecho es por tres razones: tener que negociar con otro hombre (el padre) se me hace demasiado cuesta arriba, no habría sido capaz de acostarme con uno cualquiera con el único propósito de engendrar y esconder un secreto toda la vida, y visitar un banco de esperma se me antojó demasiado complicado: para empezar, había que someterse a un test psicológico, con lo cual lo probable es que hubiera terminado discutiendo con el psicólogo. Así es que lo dejé correr y seguí contenta con mis dos hijos varones. Además, para entonces ya tenía muy claro que esta guerra es de todos y que está en mis manos educar a dos varones humanistas, que lucharán por conseguir la igualdad entre hombres y mujeres tanto como yo.
Aunque a veces me ha preocupado cómo les pueda influir el ejemplo de su padre, me niego a interferir, pues ya no estamos juntos y él sabrá lo que hace con su vida; ya no es problema mío. Los niños lo adoran y eso me complace, aunque acaso sea porque lo ven poco. Eso sí, si alguna vez me llega información que creo incorrecta, no me callo y expreso mi opinión con toda su fuerza. Como cuando el año pasado mi hijo mayor me informó de que en una de sus visitas, su padre había limpiado el suelo de la cocina «porque tú no lo haces». Le tuve que decir que yo sí lo hago, aunque nadie se dé cuenta, pero el suelo se ensucia a diario, porque lo pisamos todos, y yo no tengo por qué ser la que lo limpia: lo puede hacer también su padre sin la añadidura de que yo no lo hago, incluso podrían hacerlo ellos, los niños, ya que ni el padre ni los niños van a trabajar o al colegio, y de los cuatro, la que más ocupada está soy yo.
            Por suerte ahora tengo mi propia casa y limpio el suelo de la cocina cuando me da la gana y si a alguien no le gusta que no lo mire o que lo haga él. Sigo educando a mis hijos en libertad y me gano la vida con mis libros. Tengo demasiadas cosas entre manos y si eliminara unas cuantas, mi vida no sería tan caótica y mi preciosa casa nueva estaría más ordenada. Pero yo soy así: organizada en mi desorden. Vivo como quiero y como cuando tengo hambre. Creo que jamás he estado tan bien y he escrito este artículo en el mes de la mujer con la esperanza de inspirar a otras mujeres y hombres a resistir ante la desigualdad y el estancamiento de los roles tradicionales.

sábado, 16 de enero de 2016

Un escalón menos

El 3 de enero murió mi abuela, la última que me quedaba. Tenía ochenta y nueve años, así que ya hacía unos cuantos que yo me preguntaba cómo me sentiría cuando llegara el día de su muerte. Sospeché que no sentiría nada, pero no podía estar segura. Me he preparado mentalmente para otros acontecimientos de la vida, decidiendo de antemano cómo actuaría o cómo me sentiría llegado tal momento, y luego ha resultado que ni me he sentido ni he actuado como esperaba. Pero en este caso no me equivoqué. He sentido lo que esperaba sentir.

Pienso en la muerte porque siempre ha estado presente en mi vida, desde que de pequeña visitaba a mi familia una vez al año. He contado otras veces lo afortunada que me he sentido al haber sido contemporánea de todos mis abuelos y tres de mis bisabuelos. La desventaja fue que la mayoría se fue muriendo cuando yo aún no había perdido la inocencia. Y entonces, durante unos años, se terminaron las muertes en casa y algo en mi vida cambió: los adultos dejaron de llorar. Me acostumbré tan rápido a una vida sin muertes que cuando llegó la primera de un amigo, recibí uno de los golpes más grandes de mi existencia. Teníamos quince años, habíamos estado tonteando dos días antes, volvería a verlo el sábado… pero no, no lo vi nunca más, porque el martes el conductor de un turismo se saltó un semáforo en la Diagonal de Barcelona en el momento en que Pedrito de veras se llamaba así cruzaba el paso de peatones en verde. No murió: se quedó sin gran parte del cerebro. En aquella época decíamos que se quedó vegetal. Sin embargo, albergábamos la esperanza de que no fuera terminante. Durante meses y años yo preguntaba por él a su hermano pequeño, que solo contaba ocho años cuando ocurrió la desgracia, y había perdido a su madre un año antes. Él sonreía y respondía: «Igual. Está igual».

Otros amigos murieron jóvenes y de las maneras más dramáticas. Fueron muertes violentas, como se dice. A Jordi lo asesinaron a los veintitrés años. Trabajaba en la joyería de sus padres y nos había avisado de que si algún día atracaran la tienda, él no ofrecería ninguna resistencia. Sin embargo, sí lo hizo. Según la policía, hubo forcejeo, él intentó defenderse y lo apuñalaron. Murió desangrado antes de llegar al hospital. Lloré tanto como con Pedrito. Hubo algo más que me marcó: la noticia salió en los periódicos y además se publicó un artículo sobre él, una historia que nada tenía que ver con la realidad. Fue el primer ejemplo claro que tuve de las mentiras del periodismo. Luego ha habido más.

La muerte de Brad en las fauces de dos tiburones también me afectó profundamente; escribí este relato para tratar de sentir lo que él debió de pasar. Entre medio hubo otros, aunque no tan allegados: a una la mató el SIDA a principios de los noventa, a otro lo atropelló un autobús, otro se resbaló en la ducha. El más reciente fue Cristóbal, que se ahorcó. Es el único suicidio que me ha tocado. Y también lloré por él. Ojalá se hubiera despedido; hacía años que no lo veía, pero ¡habíamos sido tan amigos! Al final lo acepté como el resto de sus amistades hizo: fue su decisión y la respetamos.

A esta gente no les «tocaba» morir, como se dice. No nos lo esperábamos, no hubo aviso previo. Fueron muertes súbitas de gente muy joven aún. Parece ser que si alguien muere cuando le toca, de viejito, lo podemos llevar mejor, porque llevábamos años preparándonos. Pero no es así, al menos en mi caso no. Mi bisabuela, la Pina, murió cuando le tocaba, a los noventa y siete, y mi abuelo Josep, el Avi, también, de muy mayor ya. Han pasado los años y todavía pienso en ellos y lloro sus muertes. En mi memoria lo que más destaca es el espacio y el tiempo que compartí con ellos. No recuerdo los regalos materiales, ni el dinero que me dieron, si es que me lo dieron; solo recuerdo el estar juntos, a veces sin hacer nada, el tiempo con el que me obsequiaron.

Mi última abuela, la que acaba de morir, decidió dejar de regalarme su tiempo el 26 de agosto de 1983. Es un día que no olvido porque fue cuando perdí la inocencia. Ese día se acabó el verano para mis padres, para mis hermanos y para mí. Mi abuela nos echó de la casa de verano donde habíamos convivido durante semanas, también con mis tíos y primos. Hubo una gran pelea. No recuerdo lo que se dijeron, solo los gritos y el miedo que sentí mientras los observaba agazapada desde lo alto de las escaleras de madera. Mi abuela acusó a mi padre de ser un mal hijo. Entonces mis padres nos urgieron a que hiciéramos las maletas, que nos íbamos. No hubo muchas explicaciones; ellos estaban demasiado agitados y de todos modos en aquella época el deber de los niños era ver, oír y callar.

A mí me habían inculcado que cuando llegas a casa de los abuelos lo primero que hay que hacer es ir a saludarlos con dos besos, y cuando te despides también. No son ellos los que te tienen que saludar a ti, porque ellos son mayores y merecen más respeto; eres tú, niño o niña, como ser inferior, quien debe ir a ellos. No estoy en absoluto de acuerdo con este protocolo, pero a los doce años todavía no lo cuestionaba. Nos íbamos, así que, como bien educada niña que era, fui a despedirme de mi abuela.

Ella no me respondió. La llamé y me ignoró. Decidió no verme. No me acogió en sus brazos como había hecho siempre. Me borró de su vida junto a su hijo (mi padre) y toda su familia.

Hasta entonces me había sentido muy querida por mi abuela. No era perfecta ni mucho menos. Me daba «propinas», como las llamaba ella, es decir: me compraba. Se lo dejaba pasar porque jamás me reñía y si algún otro adulto lo hacía, ella me defendía e incluso mentía por mí. Cuando mis padres se iban de viaje, que recuerdo como algo muy constante en mi niñez, a veces iba a pasar días a su casa; otras veces iba a casa de la Pina y el Avi.

Durante cinco años no la vi en absoluto. Con mis padres estuvo más años sin hablarse, por cuestiones suyas, la historia de la fábrica que algún día contaré, aunque me lo inventaré casi todo. Entonces un día sufrí un accidente en el instituto. Caminaba cada día de vuelta a casa desde la calle Copérnico hasta Sarriá, pero ese día no podía apenas moverme y de improviso decidí ir a casa de mi abuela, que vivía en General Mitre y estaba a cinco minutos de mi instituto. Me abrieron mis tías; ella no estaba en casa, pero a partir de entonces fui a menudo a verla. Y ella me recibió con cariño y me preparó comidas, aunque ya nunca nada fue igual que en mi niñez porque yo ya había perdido la inocencia.

Con mis padres se reconcilió. Recuerdo Navidades vueltas a compartir durante mis últimos años veinte, cuando yo ya no asistía a todas. Y se volvieron a pelear y no hablarse. Y volvieron a reconciliarse. Y a pelearse. Perdí el hilo. De todos modos mi relación con ella ya era solo cordial; no había amor, creo que por su parte tampoco. Su setenta cumpleaños coincidió con una época de reconciliación. Se celebró una gran fiesta. Yo no fui porque vivía en Estados Unidos. Tampoco llamé para felicitarla. Se me pasó, no lo pensé, o no se me pasó pero no me creí con la obligación de llamar. Desde que yo perdiera la inocencia ella nunca más había vuelto a recordar mi cumpleaños. Durante mi siguiente visita, mi padre me lo echó en cara delante de ella; me acusó de ser una mala nieta. Ella me disculpó, quitándole importancia como había hecho siempre en mi infancia.

Cuando me iba a casar por segunda vez, le presenté al que ya era mi marido aunque nadie lo supiera. Ella me miró con cara de perro viejo y dijo: «¿Y tú crees que con este te saldrá bien?» Entonces no agradecí esa pregunta retórica. Lo que necesitaba eran besos, abrazos y felicitaciones, como todos los que se casan con ilusión. Pero ahora la comprendo. Ella no me preguntaba si me iba a ir bien a mí en concreto, a pesar de que mi historial amoroso ya era como para escribir una novela, sino que no pudo esconder su escepticismo en cuanto al amor y sobre todo el matrimonio. Me siento mayor porque yo ahora también comparto ese sentimiento. No, no me fue bien, ya ves, Yaya, igual que a ti. Pero yo hice lo que tú quisiste hacer y a lo que no te atreviste porque, según tú, no era la época adecuada.

Mi abuela me contó secretos quizás sin darse cuenta de que yo la escuchaba. Cuando la interrogaba y le rogaba que me lo contara todo, se cerraba en banda, y me contestaba que no, que había cosas que no revelaría ni ante la muerte. Igual que mi padre ahora, afirmaba que si lo contara, haría mucho daño a ciertas personas. ¿Pero qué personas?, me pregunto yo, si ya se han muerto casi todas. Lo dicho, que me lo tendré que inventar todo. Menos lo que sí me relató, eso no me lo inventaré. Por ejemplo, que si se arrepentía de algo en la vida era de no haberse acostado más que con un hombre: mi abuelo, el padre de sus hijos, al que tanto quiso, aunque a mí me confesara que a los pocos días de casada lo quiso dejar; volvió llorando a casa de sus padres, pero estos la obligaron a volver con su marido, ya no había vuelta atrás. Eran otros tiempos.

Cuando nació mi primer hijo la volví a visitar. Habían pasado más de cuatro años desde que la viera por última vez. Le dije: «Te presento a tu biznieto. El quinto David Grau de la saga». Que mi apellido fuera por delante fue idea mía, pero fue mi marido el que insistió en el nombre de pila. Aunque nunca le hemos llamado David; se llama Dave. Ella no fue capaz de pronunciarlo. Me dijo: «Nunca se me han dado bien los niños», y no supe si reír o llorar. Pero si tú tuviste un montón, Yaya, y los nietos, cuando éramos pequeños, sí se te daban bien. No importaba; yo solo quería que conociera a mi hijo, y les hice una foto juntos.

Al cabo de dos años volví a visitarla con mi segundo hijo: «Te presento a tu otro biznieto. Este se llama Alex». Volvió a decirme que ella no sabía qué hacer con los niños, y yo le contesté: «No tienes que hacer nada; solo quería que lo conocieras». Hice más fotos y las puse en el álbum. 



Y pasaron los años… siete. No he tenido más hijos, así que no ha habido más excusas para visitarla. Ella nunca jamás me llamó después del día en que decidió no verme y yo perdí la inocencia. Siempre fui yo quien la llamó o fue a verla. Así que cuando no lo hice más, supe que solo cabía preguntarme qué sentiré el día que ella muera.

Mis hijos no han conocido la muerte como yo a su edad. El año pasado falleció el hermano de su abuelo. Yo me dispuse a hacer el viaje hasta Perth para ir al funeral, más que nada por los niños, como experiencia cultural. Sin embargo, «no me dejaron». Su abuela me informó, como tantas otras veces, de que «las cosas en Australia no se hacen así», como si yo acabara de llegar y no llevara ya quince años aquí. Lo que quiso decir es que el funeral no era para niños. Sus otros nietos tampoco fueron, y sus padres buscaron canguros o no tuvieron que hacerlo porque el evento cayó en día escolar. Así que nos quedamos los tres sin ir, porque yo estaba sola con mis dos niños que a la única escuela que acuden es la de la vida. Pensé que nos perdíamos una oportunidad de aprendizaje, pero no importa: ya se morirán otros.

Después de que mi madre me diera la noticia de la muerte de mi abuela, se la di yo a ellos, por separado. Primero comprobé si se acordaban de ella. Respondieron que sí, vagamente; seguramente no recuerdan el día en que la vieron (dos ocasiones para Dave), pero sí las fotos que tenemos en el álbum. Les dije: «Pues se ha muerto». Los dos reaccionaron igual. Me contestaron: «Lo siento mucho, mami», y me abrazaron. Solo después de un rato de reflexión, Dave me preguntó: «¿La querías mucho?», y le respondí que de pequeña sí la había querido mucho. En esos primeros años seguramente tuve más contacto con ella del que ellos por circunstancias de la vida han tenido con sus abuelos. Sin embargo, no he derramado ni una sola lágrima.

«Nada» no es exactamente lo que siento. Tampoco es tristeza o nostalgia; llevábamos demasiadas décadas sin compartir nada. Lo que siento es que he bajado un escalón. O lo he subido, según una mire hacia el infierno o hacia el cielo (yo no miro hacia ninguno de los dos). Mejor dicho pues: ha desaparecido un escalón. Cuando era niña tenía tres generaciones de mortales por delante; ahora ya solo una: mis padres. Y tengo otra por debajo: mis hijos. Solo hay dos cosas de las que podemos estar seguros en esta vida: una es que todos vamos a morir, y la otra es que no sabemos cuándo.