En el pueblo fúnebre al que llegaron
por los años cincuenta, no soplaba la tramontana como en el Ampurdanés de mi
infancia. Aun así, cuando la furia fría que hace enloquecer a los que hablan de
ella tiñe el cielo de ese azul tan intenso, son los recuerdos de ese pueblo de
Tarragona los primeros que evoca mi mente. Allí conocimos al Teo y la
Hortensia.
No éramos tan pequeños el día que él
se puso a gritar que nos echáramos al suelo. Estábamos ya tumbados en L’Estany,
donde tomábamos el sol y saltábamos al mar desde las rocas, y pensé: qué
irónico. A pesar de su advertencia, nos incorporamos. Lo miré sorprendida,
incapaz de asimilar su alarma; nunca lo había visto tan agitado. Seguí con la
mirada su brazo extendido. «¡Que viene un
tornado!», gritó de nuevo. En efecto, en lo alto de
la colina un torbellino de hojas se precipitaba hacia abajo ganando fuerza y
tamaño a medida que descendía. Recogimos las toallas y corrimos a toda prisa hacia
la casa. El pelo me azotaba la cara.
Al día siguiente nos acercamos a su
casa, esa tan fea, aunque blanca. Ella leía frente a la ventana abierta, sobre
unos cojines en posición de loto, como dirían ahora, fumando su purito de
siempre como si nada. Antes habría desayunado lo habitual: pa i cosa; es decir, tostadas con sobrasada y queso de Mahón. Nos
saludó también como siempre: «Hola, Carasguapas», y volvió la vista al libro. Él, para variar, no estaba con sus barcas
y redes. Para entonces pasaba menos tiempo en esos enseres y ya empezábamos a
pensar que estaba perdiendo la chaveta. El pelo totalmente blanco y
abundantísimo lo había tenido así desde que los conociéramos años atrás, cuando
éramos tan catetos y no respondíamos a sus intentos de abrirnos la mente. Pero
ahora estaba todo él arrugado, con la piel curtida después de tantos años
expuesta al sol. Había sido guapísimo, tan alto y dotado de esos genes de dandi
inglés que todavía circulan por Menorca. Era parco en palabras, pero esa mañana
nos contó que la Hortensia, por su menudencia —no medía ni metro y medio—, era la víctima perfecta del viento y que desde una vez que la
levantara dos metros, él no se fiaba: sabía que un día se la arrebataría. Ella
rio a carcajadas y desmintió la historia. Él salió del comedor, despotricando por
lo bajo, ahora sí, hacia el cobijo de sus redes.
El pueblo había sido fúnebre porque pintaban
las casas y las barcas de negro. Ellos habían recorrido toda la costa catalana
en busca de un lugar que se pareciera a la cala donde habían vivido en la isla.
Si por ella fuera, se habrían quedado en Barcelona, donde podía satisfacer su
afición por las cartas y las apuestas. Durante años, o quizá toda la vida desde
que llegaron, se iba al frontón cada día, un lugar que solo frecuentaban
hombres. A él lo tuvo siempre engañado, aduciendo que iba a visitar a su
hermana. Era un secreto a voces, aunque ella hablaba libremente de cuánto había
ganado o perdido, hasta que aparecía él y nos chistaba: «Silencio, que viene el Teo». Habían llegado
a un acuerdo conveniente para los dos: entre semana vivían en la ciudad y los
fines de semana, empezando en jueves, se trasladaban al pueblo. Era el que más
se asemejaba a lo que habían dejado atrás, por la pesca, excepto en lo del
color negro. Él pintaba sus barcas de blanco, y eran de fibra de vidrio, no de
madera. La primera vez que encargó una e insistió en que fuera blanca, se topó
con la incomprensión y resistencia de los que hacen las cosas por tradición,
sin cuestionarse el porqué. «¿Pero no sabéis
que el negro atrae y absorbe el calor?», les increpaba
indignado. Esto nos lo contó ella, concluyendo: «El Teo, mucho criticar al
caudillo, pero es muy absoluto», que quería decir mandón. La
cuestión es que gracias a él empezaron a pintarse las barcas de blanco y pronto
las casas, y el pueblo dejó de ser fúnebre.
Eso fue anterior a nosotros, pero no mucho
antes, pues éramos aún muy jóvenes cuando íbamos a su casa a hacer la
sobremesa, jugar a cartas y aprender de ellos. Nos encantaba, aunque yo me
escandalizaba. El día que murió el papa Pío XII ella quiso abrir una botella de
champán para celebrarlo. Yo estaba horrorizada; en mi casa me habían inculcado
que la muerte de alguien era siempre motivo de tristeza y más aún si se trataba
de un religioso: mi madre era muy devota. Ellos, en cambio, eran ateos
convencidos y consecuentes. Nos hablaban de los tiempos de la República.
Nosotros no habíamos votado nunca ni habíamos visto a nuestros padres hacerlo,
pero vivíamos muy bien, no nos faltaba de nada. Ellos nos decían que España estaba
anclada en el atraso, a años luz de Alemania, que se había recuperado del
nazismo y de la guerra gracias a la democracia. Contestábamos con los ojos
abiertos de incredulidad que qué va, que ahora con Franco había paz, no nos
faltaba de nada, íbamos al colegio, teníamos nevera y pagábamos el Seiscientos
a plazos. «Estáis equivocados», nos decían, pero no mencionaban su nombre, solo
«el cabrón ese». En mi casa hablábamos catalán, pero mis padres eran de
derechas. No se mencionaba la guerra, aunque yo recordaba el tiempo de las
raciones. No sabíamos nada, éramos unos catetos.
Ahora que lo pienso, después de más de sesenta años, siento vergüenza de la joven ignorante que fui. Un día nos enteramos, tarde, de que ella había muerto y no hubo funeral ni misa ni hostias, como habría dicho ella misma. Cuando se acabó, se acabó y no hay más. Fuimos a verlo a él y volví a pensar que se le había ido la chaveta cuando dijo: «Se la llevó el viento».
Relato seleccionado entre los veinte finalistas para el concurso de relatos de viento, convocado por Zenda y patrocinado por Iberdrola. Junio 2017
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